Universidad de Granada
Los manuales de Inteligencia Artificial (IA) explican que el llamado “test de Turing” es una prueba en la que un juez (humano) trata de discriminar entre dos interlocutores ocultos, uno humano y otro cibernético, que contestan a sus preguntas. Todavía no se ha construido una máquina que haya aprobado el examen de Turing, aunque un famoso certamen anual, el premio Loebner, ha concedido ya varios galardones a algunos programas informáticos que han conseguido engañar a algunos jueces. Parece, pues, que los científicos sí que son capaces (por ahora) de discernir entre un hombre y una máquina, aunque la creencia de muchos de los que trabajan en IA es que llegará un día en que algunos autómatas inteligentes serán indistinguibles de los seres humanos. Llegado el caso, destruir un aparato de este tipo sería quizás un homicidio. Subyace a esta forma de pensar la idea de que lo específicamente humano es la inteligencia dialéctica y de que la apariencia corporal no es en absoluto determinante de la humanidad.
No obstante, nadie negaría su humanidad, desde la IA o desde cualquier otra perspectiva científica, a un hombre que, por estar bajo los efectos de alguna droga o tener sólo unos meses de edad, fuera incapaz de dar respuestas creíbles a las preguntas de la prueba de Turing. Tampoco discute nadie el carácter humano de algunos seres que, por accidente u otra causa, quedan definitivamente mermados en su inteligencia dialéctica, como ocurre, por ejemplo, con los aquejados de síndrome de Down o los muy ancianos. Es más, los seres humanos que sufren tales dolencias nos parecen muchas veces más dignos de respeto y merecedores de nuestros cuidados que los sanos. ¿A qué se debería en este caso la atribución del carácter humano? ¿Sería acaso discutible? Si bien es cierto que la sociedad nazi llegó a calificar a estos tipos de personas (y a las de raza judía, gitana o cultura católica polaca) como vivientes no humanos, la mayoría de nosotros negaríamos hoy la humanidad de los verdugos con más rotundidad que la de sus víctimas. Esto complica nuestra comprensión de lo humano, puesto que nos lleva a pensar que, así como la apariencia corporal, la inteligencia dialéctica podría no ser el rasgo determinante de la humanidad de un ser y que muy bien pudiera ocurrir que las tradiciones en las que ineluctablemente vivimos (y hemos de vivir) los hombres tengan algo que ver con nuestra forma de atribuir la humanidad.
Muchos lectores, no digamos ya mis compañeros biólogos o médicos de la academia, estarán pensando que la atribución del carácter humano a un ser se reduce a algo tan trivial como la obtención e identificación de un código genético, para lo cual no es necesaria ni siquiera la presencia de ese ser, sino sólo de un ínfimo vestigio suyo. Estamos acostumbrados a ver cómo los forenses determinan la identidad de un delincuente a partir de un pelo suyo o de un poco de su saliva. Un ser humano, podríamos concluir, es un ser vivo cuyo ADN está conformado de un modo preciso. Cuanto más parecido haya entre las secuencias del ADN de dos individuos vivientes mayor será el parentesco familiar o evolutivo entre ellos, aunque las apariencias o los comportamientos no sean similares. Así se entendería que algunos reclamen derechos humanos para los chimpancés, puesto que la diferencia entre sus códigos genéticos y los nuestros es proporcionalmente pequeña.
Me ha extrañado, pues, sobremanera que sean precisamente algunos médicos y biólogos (aunque ciertamente pocos y señalados) los primeros firmantes del contramanifiesto que los medios del grupo Prisa han promovido a toda velocidad para apoyar a la joven ministra proabortista Aído y oponerse así al llamado manifiesto de Madrid “en defensa de la vida humana en su etapa inicial, embrionaria y fetal” que habían firmado anteriormente casi dos mil académicos y profesores de universidad, entre los cuales me cuento. Más perplejidad aún me causa la razón que esgrimen: “El momento en que un ser puede considerarse humano no puede establecerse mediante criterios científicos”. Es decir, que la posesión de las características genéticas propias de la especie humana “no confiere al embrión la condición de ser humano”. Pretender lo contrario sería, dicen los científicos proabortistas, incurrir “en una utilización ideológica y partidista de la ciencia”. Me permito recordar que hace poco alegaba yo en esta tribuna de IDEAL esa misma razón ante algunos compañeros biólogos para negarles el derecho a concluir, de la aparición de aminoácidos en sus matraces hirvientes, la inexistencia de Dios. La misma ciencia que se sentía capaz de arrojar a Dios a las tinieblas de la nada se manifiesta incapaz de reconocer la humanidad que se muestra ante ella. Los antiguos pasajeros del ateobús científico son ahora humildes reconocientes de los límites metafísicos de la ciencia. La atribución del carácter humano, dicen, “entra en el ámbito de las creencias personales, ideológicas y religiosas”.
Desde el campo del Derecho, el profesor Gimbernat, uno de los expertos de la inexperta Aído, el que al parecer ha inspirado su reciente y sorprendente (para ella) distinción entre pecado y delito, ha llegado a afirmar, saltando audazmente el abismo que separa a El Mundo de El País, que “la equiparación de un óvulo fecundado microscópico o que mide pocos milímetros, sin forma humana ni actividad cerebral, con una persona es simplemente un insulto a la inteligencia”. El cóctel que el Derecho Penal y la pudorosa inteligencia han elaborado en la batidora craneal de Gimbernat acaba atribuyendo la identificación de lo humano, que la Biología Molecular políticamente correcta le niega al ADN, al tamaño, la forma y los procesos electro-químicos.
¿No recuerdan todos estos balbuceos de los hombres acerca de lo que constituye lo propiamente humano la hazaña del barón de Münchhausen que salió de una ciénaga tirándose de su propia coleta? Si la atribución de la humanidad es cosa de creencias, ideologías y religiones, reducidas a la privacidad moderna, ¿por qué dejar que una mayoría cambiante de legisladores determine cuándo un ser vivo es o no es humano y conceda a otro ser humano el derecho a matarlo? Pero no es así. Uno no aprende por sí solo lo que es un ser humano. El individuo (aunque sea el individuo científico) no puede reconocer al ser humano. Se aprende qué es lo humano en una comunidad que hace posible lo humano, y en la medida en que lo hace posible. La humanidad de un ser no se fundamenta en su nivel de inteligencia dialéctica ni en su apariencia ni en su tamaño ni en el patrón de su actividad cerebral. Ni siquiera en la estructura de su ADN (por una vez estoy de acuerdo con los contrafirmantes). La humanidad necesita encontrar su fundamento fuera de sí misma. No hay antropología que no sea teológica. Si no existiera Dios yo no creería en la existencia del hombre (en primer lugar, en la de la ministra Aído, y por eso probablemente la apoyaría). El único hombre que a mi juicio determinó con precisión lo que es humano fue el romano Poncio Pilato cuando, señalando a un condenado a muerte cuya apariencia repugnaba por la tortura, dijo: Ecce homo. Ahí tenéis al hombre. (Y la condena fue ejecutada.)
(Publicado en IDEAL, 6 de mayo de 2009)
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